Corren tiempos convulsos. Aquí y allá, cada día que pasa parece añadir a un todo que, a marchas ya forzadas y aún acelerando, parece estar a punto de estallar. La guerra en Ucrania; el genocidio en Palestina; las tensiones geopolíticas; el lenguaje belicista de según qué mandatarios que deciden renombrar, impromptu, su Departamento de Defensa a “de Guerra”; la presunta “guerra contra el narcotráfico” que ha puesto buques estadounidenses frente a la costa de Venezuela y una recompensa de 50 millones de dólares por la captura de Maduro, alineado con el incipiente (si bien ya poderoso) eje Rusia-China-Corea del Norte y los BRICS; el aumento del gasto en Defensa en los países miembro de la OTAN; o el gobierno francés ordenando que sus hospitales se preparen para “la posibilidad de recibir entre 10.000 y 50.000 soldados heridos” días antes de que el país cayese en un caos profundo con sus protestas de “Bloqueemos Todo”; igual que Nepal, de forma simultánea; y el asesinato frente a multitudes del notorio activista político de la ultraderecha estadounidense Charlie Kirk. Pero cada cosa que pasa es nimia, parece, ya normalizado el hecho de que la actualidad sea trágica y caótica día si y día también, porque mucha gente ya comparte un sentimiento: se está acercando una “Gran Calamidad”.
Por: Fede Sáenz – Infobae
La hipotética Tercera Guerra Mundial: destrucción mutua asegurada
Se escuchan ya, desde hace un tiempo, voces que auguran la llegada de unanueva guerra mundial. La verdadera “guerra para acabar con todas las guerras”, principalmente por la gravedad potencial de las consecuencias de utilizar la tecnología militar moderna. Esas consecuencias son, a día de hoy, de los principales argumentos disuasorios para los líderes mundiales: ya en los años 40 existían las cabezas nucleares, (en teoría) la mayor fuerza destructiva creada jamás por el ser humano, y aunque la ley internacional prohibió seguir desarrollando este tipo de arma, es bien sabido que la ley no existe si no te pillan. “Tenemos armamento del cual nadie tiene ni idea de lo que es y son las armas más poderosas del mundo”, decía Donald Trump ante la prensa en abril, añadiendo que “no estoy preocupado” tras ser preguntado sobre su inquietud por una posible intensificación de la guerra comercial con China.
El mundo ya estuvo cerca de un invierno nuclear en los años 60, cuando se vivieron trece días de altísima tensión entre la Unión Soviética y los Estados Unidos con la llamada crisis de misiles en Cuba: como respuesta a los misiles nucleares que los estadounidenses tenían emplazados en Turquía – muy cerca de la frontera soviética -, la URRS puso los propios en la Cuba de Fidel Castro. No llegó a pasar nada, por suerte para todo aquel nacido desde entonces, pero fue de los momentos más cercanos a esa “destrucción mutua asegurada” que el mundo ha atravesado. Porque en cuanto un misil nuclear sea lanzado, por quien fuere y contra cualquiera, le seguirían todos los demás. Y no quedaría gran cosa.
Para que se diese una nueva guerra, primero tendrían que pasar muchas cosas. Al explicar las causas de las Guerras Mundiales, es común caer en la simplificación, atribuyendo la primera al asesinato del archiduque Ferdinand (que en realidad solo fue la excusa) y la segunda a la invasión de Polonia. Pero, en realidad, es todo mucho más complicado, y se relacionan factores económicos y socioculturales, ambiciones territoriales y nacionalistas y, sobre todo, la voluntad de que llegasen a suceder.
El contexto pre-guerra
El siglo XIX vio consolidarse la visión de Estado-nación, alimentando tensiones étnicas y nacionalistas, de manera especial en Europa del Este. En territorios como Bosnia y Herzegovina, antiguas zonas del Imperio otomano reclamadas por el Imperio austrohúngaro, cobraron fuerza proyectos de autonomía eslava o propuestas de unión al Reino de Serbia, respaldado por Rusia. Entre 1912 y 1913, los conflictos locales en los Balcanes convirtieron a esta región en “el polvorín de Europa”, al ser considerada susceptible de desencadenar un estallido mayor.
Por otro lado, la Segunda Revolución Industrial (1870-1914), propulsó la modernización militar y exigió recursos provenientes de territorios coloniales en África, Asia y el Pacífico, desatando rivalidades coloniales. Así, la mayoría de las potencias industriales destinó una parte considerable de sus recursos al desarrollo y fabricación de armamento, marcando una etapa denominada “paz armada”.
Esas ambiciones coloniales también fueron principales. El reparto de África, Asia y Oceanía profundizó las desigualdades entre potencias establecidas como el Reino Unido y Francia – con una industrialización y expansión colonial tempranas – y naciones como Alemania, que se industrializó y se integró a la competencia imperialista más tarde. Esta competencia aceleró la formación de alianzas y agudizó antiguas animosidades, entre ellas la hostilidad franco-alemana, visible desde las conquistas napoleónicas y reavivada tras la guerra franco-prusiana de 1870-1871. Así, a principios del XX, el mundo quedó dividido en dos grandes alianzas internacionales. Por un lado, las Potencias Centrales, alianza compuesta por Alemania, Austro-Hungría, el Imperio Otomano y Bulgaria. Por el otro, los Aliados o el Triple Entente, conformado principalmente por Francia, Rusia, Gran Bretaña y Serbia, donde empezó todo.
Cómo empezó la Primera Guerra Mundial
Engrandecidos por las dos Guerras de los Balcanes (de 1912 y 1913), los nacionalistas serbios redirigieron su atención a la idea de “liberar” a los eslavos del sur, del Imperio Austrohúngaro. Dragutin Dimitrijević, un coronel serbio jefe de la inteligencia militar del país que también era, bajo el alias “Apis”, líder de la sociedad secreta Unión o Muerte (muy comprometida con la consecución de dicha “liberación”), estaba convencido de que el asesinato del archiduque Franz Ferdinand – heredero de Franz Joseph I, el emperador austrohúngaro – favorecería su causa, y sabiendo que iba a visitar Bosnia para una inspección militar, “Apis” planeó su asesinato. El entonces primer ministro de Serbia se enteró de esta conspiración y trató de avisar al gobierno austríaco, pero no sirvió de nada.
El 28 de junio de 1914 a las 11:15 de la mañana, Franz Ferdinand y su esposa Sofía Chotek – duquesa de Hohenberg – fueron asesinados por Gavrilo Princip, un serbobosnio de 19 años miembro de la Joven Bosnia, una organización que buscaba, de forma similar a la sociedad Unión o Muerte, el fin del dominio austrohúngaro en Bosnia y Herzegovina y una unión de todos los pueblos eslavos en torno a Serbia. Para Franz Conrad von Hötzendorf, jefe del Estado Mayor austrohúngaro; y Leopold von Berchtold, ministro de Asuntos Exteriores, esto brindaba una oportunidad perfecta para tomar medidas humillantes contra Serbia, elevando así el prestigio del imperio en los Balcanes. Habiendo recibido en 1913, de la mano de Wilhelm II, una garantía del apoyo de Alemania en caso de que Austro-Hungría iniciase una guerra preventiva contra Serbia, los austríacos decidieron presentar un ultimátum que sabían que Serbia nunca podría aceptar.
El plan era presionar a Serbia con el respaldo de Alemania, apostando a que su ultimátum, aprobado el 19 de julio, iba a llegar a manos serbias el 23, justo cuando Raymond Poincaré y René Viviani, presidente y primer ministro franceses (país aliado de Serbia), regresaran de su visita de Estado a Rusia, sin margen para discutir una respuesta coordinada con sus aliados. El 24 de julio, tras hacerse pública la entrega del ultimátum, Rusia dejó clara su postura: no permitiría que Austria-Hungría sometiera a Serbia. El 25 de julio, Serbia aceptó casi todas las demandas, pero cuestionó dos: la imposición de destituir funcionarios y la participación de representantes austrohúngaros en investigaciones dentro de su territorio. Serbia propuso llevar el problema a un arbitraje internacional, pero Austria-Hungría cortó toda relación diplomática y procedió a movilizar sus fuerzas.
Mientras tanto, Wilhelm II – el último emperador de Alemania – supo el 28 de julio, tras regresar de su crucero, la respuesta serbia: instruyó al Ministerio de Asuntos Exteriores alemán para que presionara a Austria-Hungría a frenar la guerra, limitándose, si acaso, a tomar Belgrado temporalmente. Ya era tarde: desde Berlín, se había animado tanto a Leopold von Berchtold que este logró convencer a Franz Joseph para ir a la guerra. El 28 de julio de 1914, Austria-Hungría la declaró y, al día siguiente, su artillería bombardeó Belgrado.
A partir de ahí, el efecto dominó fue imparable, y en menos de una semana el mundo entero quedó sumido en caos. Rusia respondió con una movilización parcial, y el 30 de julio, Austria-Hungría hizo lo propio en la frontera rusa: Moscú ordenó entonces la movilización general. Alemania, confiando aún en contener el conflicto en los Balcanes, perdió las esperanzas cuando sus ultimátums no fueron escuchados: lanzó uno de 24 horas a Rusia, para que detuviera la movilización, y otro de 18 horas a Francia, pidiendo neutralidad ante una posible guerra ruso-alemana. Pero ni Rusia ni Francia dieron marcha atrás. El 1 de agosto, Alemania decretó la movilización total y declaró la guerra a Rusia; Francia hizo lo propio a Alemania. El día 2, tropas alemanas recorrieron Luxemburgo y exigieron a Bélgica el paso libre de sus fuerzas por territorio oficialmente neutral. El 3 de agosto, Alemania declaró la guerra a Francia. Esa misma noche, las tropas alemanas cruzaron la frontera belga. El Reino Unido, obligado por sus compromisos con la neutralidad belga y sin intereses inmediatos en Serbia ni lazos formales con Rusia o Francia, respondió de manera contundente: el 4 de agosto declaró la guerra a Alemania. Y así empezó la Primera Guerra Mundial.