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Juan Pablo II, Thatcher, Reagan y la lucha contra el comunismo

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Por Javier Rubio Donzé en The Objective

Los tres líderes entendieron que el camino hacia la prosperidad pasaba por la dignidad de la vida humana y la libertad

A finales del siglo XX, cuando la Guerra Fría parecía estancada en un equilibrio perpetuo entre el bloque occidental y la Unión Soviética, tres figuras emergieron para cambiar el curso de la historia: el papa Juan Pablo II, Margaret Thatcher y Ronald Reagan. Este trío de líderes, cada uno desde su ámbito de influencia, jugó un papel decisivo en la caída del Muro de Berlín, el colapso del comunismo, y la desintegración de la Unión Soviética. Un liderazgo extraordinario marcado por el coraje, la determinación y una visión compartida de la libertad como valor universal fue la clave para que el mundo viera el fin de uno de los regímenes más opresivos de la historia.

El ascenso simultáneo de estos tres gigantes al poder no fue una simple coincidencia, sino el resultado de fuerzas históricas que convergieron en un momento crucial. El polaco Karol Wojtyla fue elegido papa en octubre de 1978 eligiendo el nombre de Juan Pablo II, Margaret Thatcher asumió como primera ministra del Reino Unido en mayo de 1979 y Ronald Reagan ganó la presidencia de Estados Unidos en noviembre de 1980. Esta conjunción de líderes, que compartían una visión común de la lucha contra el totalitarismo comunista, transformaría el mundo en las siguientes décadas.

Antes de que estos tres líderes llegaran al poder, el ambiente en Occidente estaba marcado por una mezcla de pesimismo y resignación frente a la aparente superioridad militar y moral de la Unión Soviética. La idea de que el comunismo era imbatible se había instalado en el imaginario colectivo, y muchos creían que cualquier resistencia era inútil.

El polaco Karol Wojtyla, el segundo cardenal más importante de Polonia, era visto como demasiado intransigente en su anticomunismo para ser considerado como papable en una iglesia dominada por la Ostpolitik, que buscaba normalizar las relaciones con las naciones de la Europa del Este. Además, durante 400 años, el sumo pontífice siempre había sido italiano. El republicano Ronald Reagan, un antiguo actor de Hollywood, era considerado demasiado viejo y conservador para ser candidato presidencial. Margaret Thatcher como mujer, era apenas considerada para el liderazgo del Partido Conservador británico, liderazgo al que acabaría llegando de pura carambola.

No parecían los más apropiados, pero Wojtyla, Reagan y Thatcher llegaron al poder contra todo pronóstico. Estos líderes, con su fuerte personalidad y su inquebrantable fe en los valores de la libertad individual, la dignidad humana y el derecho a la autodeterminación, se pusieron manos a la obra para desafiar esa percepción.

En su juventud, Wojtyla había sufrido en sus propias carnes tanto los horrores del nazismo como del comunismo. Pero en Polonia, su tierra natal, el régimen comunista ya tambaleaba cuando el papa hizo su histórica visita en junio de 1979. El Santo Padre les dio coraje a los polacos, les dio esperanza y les mostró que no estaban solos: «Hoy, en esta plaza de la Victoria, en la capital de Polonia, pido, por medio de la gran plegaria eucarística con todos vosotros, que Cristo no cese de ser para nosotros libro abierto de la vida para el futuro. Para nuestro mañana polaco». Los desdichados polacos no estaban solos, Cristo estaba con ellos. De pronto, vinieron a la mente las palabras ¡No tengáis miedo! con las que Juan Pablo II saludó al mundo entero desde la Plaza de San Pedro, al inicio de su Pontificado.

Gracias a la visita del papa a Polonia, en 1980, se creó el sindicato Solidaridad, encabezado por Lech Walesa, que se convirtió en un movimiento que no solo desafió al régimen, sino que inspiró a millones de personas a resistir la opresión comunista en toda Europa del Este. Walesa, quien ganaría el Premio Nobel de la Paz en 1983, siempre reconoció la importancia de Juan Pablo II. En octubre de 1979 el papa pronunció en la ONU un discurso en el que denunció públicamente la situación de los creyentes en la Unión Soviética, describiéndolos como ciudadanos de segunda clase debido a las restricciones religiosas impuestas en el bloque comunista.

El impacto de Juan Pablo II, que se refirió a sí mismo como un «papa eslavo» fue tan profundo que el régimen soviético se alarmó rápidamente. En un documento del Secretariado del Comité Central del Partido Comunista Soviético, impulsado por una subcomisión presidida por Yuri Andrópov y fechado unas semanas después de esa visita, se decía que el nuevo papa era peligroso para la Iglesia Católica ya que percibían que su liderazgo ponía en riesgo la estabilidad del bloque socialista. Esto incluyó una estrategia de propaganda y desinformación diseñada para desacreditar a Juan Pablo II, presentándolo como una amenaza para los suyos. El KGB fue instruido para socavar su influencia, pero el mensaje del santo padre ya había resonado en toda Europa del Este, debilitando la narrativa de invulnerabilidad del comunismo.

Mientras Juan Pablo II desafiaba al comunismo desde el ámbito espiritual, Thatcher y Reagan libraban una batalla en los frentes económico y militar. Ambos compartían la visión de un mundo donde la libertad económica y política debía prevalecer sobre cualquier forma de control estatal. Thatcher, influenciada profundamente por las ideas del economista austríaco Friedrich von Hayek, había comenzado a implementar reformas radicales en el Reino Unido para reducir el poder del Estado y devolver el protagonismo a los individuos y las empresas. En su obra Camino de servidumbre, Hayek había advertido sobre los peligros de los sistemas totalitarios, una lección que Thatcher tomó muy en serio al combatir tanto al socialismo en casa como al comunismo en el extranjero

Reagan, por su parte, llegó al poder con una clara misión: poner fin a la Guerra Fría en términos favorables para Occidente. Describió a la Unión Soviética como un «imperio del mal», una afirmación que provocó burlas y críticas tanto dentro como fuera de Estados Unidos. En Europa, la americanofobia encontró en esta retórica una fuente de chanzas; para muchos, llamar «maligno» al régimen soviético parecía una simplificación excesiva, propia de un zafio «cowboy». Sin embargo, para Reagan, era una descripción precisa de un régimen que había asesinado a millones de sus propios ciudadanos en su afán por consolidar el poder.

Reagan, al igual que Thatcher, abordó los problemas económicos de su nación abandonando las políticas keynesianas fallidas de estímulo de la demanda a través del gobierno. En su lugar, mediante el control de la oferta monetaria para limitar la inflación y estimulando la producción con reducciones masivas de impuestos, buscaba sentar las bases para un rápido crecimiento económico con una menor inflación creando cientos de miles de puestos de trabajo nuevos. Reagan bajó el tipo máximo del IRPF del 70% al 28%, siguió la tendencia de la última etapa de la era Carter de desregular numerosos sectores estratégicos y le consiguió ganar la batalla a la inflación gracias a Paul Volcker, conocido como el halcón de la inflación.

Las ideas de Milton Friedman y los Chicago Boys —economistas que abogaban por el libre mercado y que habían aplicado con éxito sus políticas en países como Chile durante la dictadura de Augusto Pinochet— se volvieron cada vez más influyentes en su administración. Reagan implementó políticas económicas conocidas como «Reaganomics», que buscaban reducir el tamaño estatal y estimular el crecimiento económico. Esto incluyó recortes significativos en programas sociales, educación y otras cargas, pero Reagan no consiguió reducir el gasto público, ya que una de sus iniciativas más audaces fue el aumento masivo del gasto militar, entre otras cosas, con la famosa Iniciativa de Defensa Estratégica (IDE), vulgarmente conocida como «STAR WARS».

El ambicioso plan se anunció por primera vez en 1983. El objetivo era simple: asfixiar económicamente a la Unión Soviética. Reagan sabía que la economía soviética, profundamente dependiente de la exportación de materias primas como el petróleo, no podría mantener el ritmo de una carrera armamentista prolongada. El objetivo era desarrollar un sistema defensivo que protegiera a Estados Unidos de posibles ataques de misiles balísticos intercontinentales en plena Guerra Fría.

La Iniciativa de Defensa Estratégica se llevaría a cabo mediante una serie de sistemas avanzados de protección que incluían satélites, rayos láser, armas de energía dirigida y misiles anti-balistícos que interceptarían y destruirían los misiles enemigos antes de que alcanzaran su objetivo. Aunque gran parte de la tecnología necesaria estaba en una fase experimental y muchos científicos dudaban de su viabilidad, el proyecto buscaba ejercer presión sobre la URSS, pensando en que se sentirían forzados a aumentar su propio gasto militar para intentar igualar el avance tecnológico y con ello conducir a los soviéticos a una fatal bancarrota.

Thatcher se sumó a esta estrategia al permitir que 160 misiles nucleares estadounidenses fueran estacionados en dos bases británicas. Esta medida provocó una ola de protestas de mujeres pacifistas, pero también envió un mensaje claro a Moscú: Occidente estaba dispuesto a defender sus valores. Thatcher, al igual que Reagan, entendía que la paz solo sería posible desde una posición de fuerza.

Los Estados Unidos invirtieron en los años 80 altas sumas de dinero en defensa, aunque muchos de los programas no se completaron debido a sus altos costos y desafíos tecnológicos. No importaba, lo importante eran las apariencias.

La Unión Soviética, como era de prever, trató de seguir el ritmo a los americanos para no quedarse atrás. Pero la economía estadounidense era mucho más robusta. Mientras Estados Unidos destinaba alrededor del 6% de su PIB a defensa, la Unión Soviética gastaba hasta el 25%, puede que incluso más, una carga insostenible que, de seguir así, haría colapsar el régimen.

En 1985 Mijaíl Gorbachov fue elegido secretario general del Partido Comunista de la Unión Soviética. El nuevo líder pronto supo que tenía que hacer ajustes. Por ello declaró que la economía soviética estaba estancada y se puso a trabajar en la implementación de algunas medidas. Comenzó la Perestroika, un programa de reformas económicas destinado a reorganizar la estructura de la Unión Soviética y liberalizar su economía. Además, Gorbachov buscó reducir la burocracia y promover la transparencia, mediante la política de la Glásnost, que buscaba cambiar la mentalidad rígida de los altos funcionarios del partido. Sin embargo, los cambios fueron modestos, el régimen soviético en realidad estaba en fase terminal, y el accidente de Chernóbil en abril de 1986 vino a demostrarlo. La gestión de la crisis de la central nuclear contribuyó a erosionar la imagen de la Unión Soviética ante el resto del mundo. 

La presión militar y económica sobre la Unión Soviética fue inmensa, pero la batalla también se libró en el campo simbólico. Uno de los momentos más emblemáticos de esta lucha ocurrió en junio de 1987, cuando Ronald Reagan, frente a la Puerta de Brandeburgo en Berlín, pronunció una frase que resonaría en todo el mundo: «Mr. Gorbachev, tear down this wall» («Sr. Gorbachov, derribe este muro»). Ese llamado a la acción no solo desafiaba al líder soviético, sino que encarnaba el compromiso de Occidente con la libertad de los pueblos oprimidos tras el Telón de Acero. Menos de dos años después, el Muro de Berlín cayó, marcando el principio del fin del comunismo en Europa.

La demolición del Muro de la vergüenza fue el resultado de una serie de presiones internas y externas que habían sido gestadas durante años. Los movimientos de resistencia en Polonia, Hungría y Checoslovaquia, inspirados en gran parte por el liderazgo de Juan Pablo II y el ejemplo de Solidaridad, habían puesto a prueba la capacidad de los regímenes comunistas para mantenerse en el poder. A medida que más y más personas comenzaban a desafiar abiertamente a sus gobiernos, la fragilidad del sistema comunista se hizo evidente.

En el plano espiritual, Juan Pablo II siguió desempeñando un papel crucial. En mayo de 1991, publicó la encíclica Centesimus Annus, un documento clave que reflexionaba sobre los cambios recientes en el mundo, sobre la negación de la verdad de los regímenes totalitarios y reafirmaba el valor de la libertad, pero también advertía sobre los peligros de un capitalismo descontrolado. El papa reconocía que, si bien el comunismo había sido derrotado, el capitalismo debía ser reformado para garantizar que sirviera al bien común. Esta encíclica fue un llamado a Occidente a no olvidar los principios fundamentales de justicia y solidaridad, ahora que se veían como ganadores de la Guerra Fría.

En agosto de ese mismo año, la facción conservadora soviética aprovechó que Gorbachov estaba de vacaciones en Crimea para dar un Golpe de Estado. Intentaron forzar a Gorbachov a declarar el estado de emergencia o renunciar. El golpe fracasó. Este fracaso aceleró el proceso de democratización de la URSS, lo que derivó en la independencia de las repúblicas soviéticas. La Unión Soviética se disolvió en diciembre de ese año, del año 1991, un año para la historia, un año en el que cambió el mundo, un año en el que los Estados Unidos ganaron la Guerra Fría. 

El éxito de las políticas de Reagan y Thatcher no solo hay que medirlo en términos de victorias geopolíticas, sino también en cifras económicas. Durante la presidencia de Reagan, el PIB de Estados Unidos creció un 30% en ocho años, mientras que la inflación y el desempleo disminuyeron drásticamente. Los recortes de impuestos incentivaron la inversión y el consumo, generando una de las mayores expansiones económicas de la historia reciente de Estados Unidos. En el Reino Unido, las políticas de Thatcher lograron revitalizar una economía que estaba en crisis; redujo impuestos, bajó la inflación y las privatizaciones de empresas estatales o la reducción del poder de los sindicatos condujeron a una economía más competitiva y dinámica.

Ronald Reagan, Margaret Thatcher y Juan Pablo II entendieron que el camino hacia la prosperidad pasaba por la dignidad de la vida humana y concibieron la libertad como si fuera un don divino. Lo hicieron desde un plano ideológico, pero, sobre todo, desde un plano moral, convencidos los tres de la superioridad de los valores cristianos. Y vencieron.

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