En la capilla del Hospital de la Divina Providencia, un pequeño espacio de paredes blancas en San Salvador, el eco de un disparo resonó hace 45 años, el 24 de marzo de 1980, silenciando a una de las voces más poderosas de América Latina. Óscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, caía asesinado mientras elevaba la hostia en una misa. Hoy, en el aniversario de su muerte, BBC Mundo recorre su vida, su transformación y el legado que sigue resonando en un El Salvador aún marcado por las heridas del pasado.
De sacerdote reservado a defensor de los oprimidos
Romero no siempre fue el símbolo de resistencia que el mundo recuerda. Nacido en 1917 en Ciudad Barrios, un pueblo montañoso al este del país, sus primeros años como sacerdote estuvieron marcados por una postura conservadora y una devoción centrada en la liturgia tradicional. Ordenado en Roma en 1942, regresó a El Salvador para servir en parroquias rurales, donde su carácter tímido y su enfoque en la oración lo hacían parecer distante de las luchas sociales que ya fermentaban en el país.
Sin embargo, su nombramiento como arzobispo en 1977, en plena escalada de violencia entre el gobierno militar y movimientos populares, lo colocó en el centro de una tormenta. «Al principio, muchos lo veíamos como un hombre del establishment, alguien que no iba a desafiar al poder», recuerda Ana María Guzmán, una feligresa que asistía a sus misas en los años 70. Pero todo cambió con el asesinato de Rutilio Grande, un sacerdote jesuita amigo suyo, en marzo de 1977. Ese crimen, perpetrado por escuadrones de la muerte, despertó en Romero una conciencia que lo llevó a alzar la voz.
Una homilía que desafió a los poderosos
Desde la catedral de San Salvador, Romero convirtió sus sermones dominicales en un altavoz para los sin voz. Transmitidos por la radio YSAX, sus palabras llegaban a miles de hogares, denunciando masacres, desapariciones y la brutalidad de un régimen respaldado por las élites económicas y, en parte, por la Guerra Fría. «Era como si hablara directamente con nosotros, los campesinos, los perseguidos», cuenta José Ramírez, un agricultor que hoy, a sus 70 años, guarda un viejo transistor como reliquia de aquellos días.
El 23 de marzo de 1980, Romero pronunció su homilía más recordada. Frente a una nación al borde de la guerra civil, exhortó a los soldados: «Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios… ¡Cese la represión!». Menos de 24 horas después, un francotirador acabó con su vida. «Ese disparo no solo mató a Monseñor, sino que intentó matar la esperanza», dice Ramírez, con la voz entrecortada.
Un crimen sin justicia
Las investigaciones sobre su asesinato, enturbiadas por la guerra civil que estalló poco después, apuntan a la extrema derecha. Informes de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas, creada tras los Acuerdos de Paz de 1992, vinculan el crimen al mayor Roberto d’Aubuisson, fundador del partido ARENA, aunque nunca enfrentó un juicio. «La impunidad sigue siendo una herida abierta», asegura Miriam Hernández, activista de derechos humanos en San Salvador. «Sabemos quiénes fueron, pero la justicia nunca llegó».
El funeral de Romero, el 30 de marzo de 1980, fue un reflejo del caos de la época: una multitud de 250.000 personas se congregó en la plaza frente a la catedral, pero el evento se tiñó de sangre cuando francotiradores y explosivos dejaron decenas de muertos. Las imágenes de aquel día, con cuerpos tendidos entre el humo, son un recordatorio de la polarización que Romero intentó sanar.
El santo de los pobres
Tras décadas de debate en la Iglesia católica, Romero fue canonizado por el papa Francisco en 2018, un reconocimiento a su martirio y su entrega a los marginados. «Él no era un político, era un pastor que dio su vida por su pueblo», dice el padre Miguel Vásquez, quien hoy oficia misas en la misma capilla donde Romero fue asesinado. En el lugar del altar, una placa sencilla marca el sitio exacto de su muerte, y los peregrinos llegan cada año a rendirle homenaje.
En El Salvador, donde la pobreza y la violencia de las pandillas persisten, su mensaje resuena como un llamado vigente. «Romero nos enseñó que callar ante la injusticia es complicidad», afirma Hernández. Organizaciones sociales y la Iglesia local conmemoran este 24 de marzo con marchas y vigilias, mientras el gobierno declara el día como feriado en su honor.
Un legado universal
Más allá de El Salvador, la figura de Romero inspira movimientos por la justicia social en todo el mundo. Su vida, plasmada en libros, documentales y en la película Romero (1989), trasciende fronteras y religiones. «Fue un hombre que demostró que la fe puede ser un arma de paz en medio de la guerra», señala el historiador británico James Carter, experto en América Latina.
Hoy, mientras el sol se pone sobre San Salvador, la capilla del Hospital de la Divina Providencia permanece en silencio. Pero las palabras de Romero, grabadas en la memoria colectiva, siguen vivas: «Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño». Cuarenta y cinco años después, su resurrección parece innegable.