Hay una especie de regresión en la política. Antes de la Revolución Francesa, el poder, salvo algunos matices y minúsculas diferencias, era rotundamente absoluto. Quienes lo detentaban, lo alcanzaban por vía de la guerra, la imposición, la herencia o mediante la distribución de prebendas o beneficios. El poder en aquellos tiempos no tenía límites ni se atenía a ciertas normas prestablecidas. El rey o el gobernante de turno decidían, por lo general, de manera unipersonal y a su real saber y entender. Esta suerte de autocracia, más allá de algunas “actas”, acuerdos, declaraciones de derechos, se fue haciendo frágil, llegándose a cuestionar, incluso, sus fundamentos y procederes. Entonces, advino, a partir de 1789, la famosa igualité, legalité y fraternité de los galos, y el ejercicio del poder omnímodo cambió para siempre, o al menos eso pensamos. De ahora en adelante, a pesar de ciertas resistencias de las viejas coronas y monarquías europeas, los derechos de los ciudadanos, las constituciones y los límites al poder se abrieron, poco a poco, camino hasta adquirir una asombrosa vigencia.
En nuestro caso, el poder siempre ha sido algo mágico, atrayente, su búsqueda, a toda costa, ha tenido salpicaduras de violencia, vulneración del orden jurídico y un diabólico propósito que en muchas ocasiones ha causado daños colectivos y personales, lamentablemente, en su mayoría irreparables.
A partir de 1958, por más que algunos abjuren de sus beneficios y que los menos hayan cometido desafueros y delitos contra la cosa pública – entre otras ilicitudes- la verdad es que el poder estuvo atado a una constitución y a una serie de leyes que permitieron la pacífica convivencia y un avance significativo como país.
Sí, 40 años en los que creímos que el mandado político estaba hecho; que nada ni nadie nos podría arrebatar la riqueza que nos proporcionaba el petróleo y que la sociedad venezolana daba firmes demostraciones en su afán por superar lo rural, las necesidades básicas, las carencias del pasado y, sobre todo, del querer vivir en libertad y democracia.
Desafortunadamente, la tarea no se hizo como Dios manda. El poder, con formas absolutistas, lleno de personalismos y dispuesto a brincarse a la torera cualquier amarre legal, salió de su merecido y apropiado encierro para regresarnos a etapas que creímos superadas.
Recalcamos lo que han dicho destacados estudiosos de lo público: La democracia es un sistema político que no tiene seguro de vida.
Da la impresión que occidente está coqueteando con el autoritarismo. Ejemplos y casos sobran. En la misma nación norteamericana se están dando situaciones que contradicen abiertamente su conocida e histórica voluntad democrática. Obviamente, esto pone en peligro a aquellas naciones que pujan por establecer un sólido sistema republicano, en las cuales debemos incluirnos por más que estemos atravesando momentos harto difíciles y regresivos.
Es cierto que el mundo está cambiando y -por tanto- las democracias deben adaptarse a estas nuevas realidades, pero eso de desenterrar totalitarismos, cultos a la personalidad, gobiernos autocráticos, por todo y en todo, resulta un contra sentido, rayano en la idiotez.
El problema del poder político en la actualidad se halla en este inevitable debate entre lo que podríamos denominar la “restauración” o “resurgimiento” de cierto absolutismo, y la adaptación de las democracias y sus instituciones a las modernas e innovadoras exigencias de los ciudadanos. Nosotros, aquí, no escapamos de esta peliaguda polémica y engorrosa circunstancia. La historia nos hace un permanente llamado a tomar en serio este delicado asunto.
Ricardo Ciliberto Bustillos