Morfema Press

Es lo que es

Desobediencia, por @ArmandoMartini

Comparte en

Cuando la legalidad deja de ser sinónimo de justicia, la desobediencia emerge como respuesta ética y política. Se debe examinar legitimidad, riesgo y necesidad de transgredir normas injustas en tiempos de regímenes que se visten de democracia para ejercer el autoritarismo. Desobedecer, hoy más que nunca, es vivir en la verdad.

En el vocabulario del poder hay palabras que incomodan. De las más temidas, desobediencia. No es un estallido irracional ni un gesto anárquico, es un acto político consciente, negarse a cumplir normas cuando dejan de proteger derechos y se transforman en herramientas de opresión. Es la política de último recurso cuando el resto de los caminos han sido cerrados, silenciados o criminalizados.

Desde los orígenes del pensamiento político, el desacato ha sido un dilema moral y fuente de transformación. Sócrates, al beber la cicuta por orden del tribunal ateniense, dejó la inquietante paradoja de respetar leyes injustas. Siglos más tarde, Henry David Thoreau planteó una ruptura radical frente a un Estado inmoral, desobedecer no solo es legítimo, es un deber. Gandhi y Martin Luther King elevaron esa lógica a una ética de masas, demostrando que cuando la legalidad se divorcia de la justicia, la resistencia pacífica se convierte en la única vía decente.

Desobedecer, cuando es genuino, no busca caos ni anarquía. La desobediencia civil se define por cuatro principios: es pública, no violenta, persigue el bien común y está dispuesta a asumir las consecuencias legales con integridad. No es un gesto individualista sino colectivo, tampoco impulso, sino conciencia. Y, como advirtió Hannah Arendt, la verdadera insumisión emerge cuando el espacio público ha sido clausurado y las instituciones no permiten participación ni deliberación. Entonces, la transgresión se vuelve un deber cívico.

Ejemplos sobran. La independencia estadounidense nació como rebeldía fiscal frente a la arbitrariedad colonial. La lucha por los derechos civiles en Estados Unidos rompió la legalidad segregacionista desde la acción no violenta. Las revoluciones ciudadanas en el mundo árabe mostraron que, ante el silencio institucional, el cuerpo en la calle puede hablar más fuerte que los parlamentos.

Pero no toda insubordinación es virtuosa. La historia advierte. El movimiento de los gilets jaunes en Francia mostró cómo la protesta legítima puede degenerar en violencia sin dirección. En otros casos, movimientos extremistas secuestraron la idea para imponer agendas autoritarias. Thomas Hobbes alertó sobre el riesgo de una sociedad donde todos desobedecen, como antesala de una guerra de todos contra todos.

En otras latitudes se observan casos donde la legalidad ha sido vaciada desde dentro. Sistemas que celebran elecciones, pero censuran adversarios y desconocen el mandato soberano del pueblo. Parlamentos que legislan, pero no controlan. Tribunales que dictan sentencias, pero no imparten justicia. En esos contextos, la desobediencia aparece como una chispa persistente, a veces desde la calle, desde instituciones que se niegan a plegarse al guion oficial, o proyectos que intentan sostener la legitimidad perdida por el Estado. Pero si esta resistencia no va acompañada de unidad política, respaldo internacional y estrategias institucionales creíbles, corre el riesgo de convertirse en repetición simbólica. Resistencia que resiste, pero no transforma.

Por eso es fundamental evaluarla con tres criterios, causa justa, la que corrige una injusticia real y específica; método responsable, que evita dañar lo que pretende defender; y efectividad, que abre posibilidades de solución o solo agudiza el estancamiento.

Desobedecer por frustración es comprensible, pero políticamente estéril. La indisciplina, para ser legítima y útil, debe ser estratégica, profundamente ética y orientada a construir algo mejor que aquello que impugna.

Étienne de La Boétie, en su intempestivo discurso de la servidumbre voluntaria, escribió: “Decidíos a no servir más y seréis libres”. Pero la libertad no es solo rechazo, también construcción paciente. Desobedecer sin visión, sin plan, sin comunidad, es solo ruido. La desobediencia no es un fin en sí misma, sino un medio excepcional para corregir fallas estructurales cuando todo lo demás ha sido cerrado.

En democracias funcionales es correctiva. En autoritarismos con indumentaria institucional, la desobediencia es un deber. La gran tarea: reinventar la resistencia en medio de sistemas híbridos que conservan las formas del Estado de derecho, pero vacían su contenido.

Vaclav Havel lo resumió con precisión moral. La verdadera desobediencia no busca el caos, sino vivir en la verdad. Y en las sociedades donde la mentira se ha institucionalizado, obedecer significa colaborar; la desobediencia deja de ser opción, convirtiéndose en el acto más honesto de ciudadanía. Hay tiempo en que la única forma de seguir adelante es desobedecer. No por capricho. Por dignidad.

@ArmandoMartini

WP Twitter Auto Publish Powered By : XYZScripts.com
Scroll to Top
Scroll to Top