Hay días donde todo parece estático, como si el país hubiese quedado atrapado en una escena de película pausada. La inflación se convierte en rutina, la impunidad en paisaje, y el hambre en hábito. Pero en psicología sabemos que la desesperanza aprendida no es un destino: es una programación. Y como toda programación, puede reescribirse.
El pueblo venezolano no está roto. Está anestesiado. Lo que parece apatía es, en muchos casos, un mecanismo de defensa frente al trauma prolongado. Lo decía Carl Jung: «Lo que no se hace consciente, se manifiesta en nuestras vidas como destino». Por eso es urgente hablar, sacudir, romper el embrujo. Porque no estamos condenados: estamos condicionados. Y lo condicionado puede ser descondicionado.
Desde la neurociencia, sabemos que el cerebro humano responde a las expectativas como si fueran realidades. Lo que visualizamos con convicción, el cuerpo lo vive como cierto. No es magia, es biología. Cuando miles de personas comienzan a imaginar el cambio, no sólo lo desean: lo fabrican. Activan rutas neuronales, liberan dopamina, alteran su conducta. Y esa conducta, como fichas de dominó, puede mover montañas.
Pero esta esperanza no es ilusa. Es racional. Es filosófica. Como diría Nietzsche, «quien tiene un porqué para vivir, puede soportar casi cualquier cómo». El venezolano ha soportado lo insoportable. Ahora es momento de recordar el porqué: porque merecemos más. Porque nuestra dignidad no es negociable. Porque el alma no se rinde aunque el cuerpo flaquee.
Hay un concepto clave en psicología llamado autoeficacia, propuesto por Albert Bandura. Es la creencia profunda de que uno puede generar cambios en su realidad. No basta con desear. Hay que sentirse capaz. Y en ese sentido, la figura de María Corina Machado no es sólo política: es simbólica. Es el espejo de una nación que empieza a recordar lo que es posible.
Pero el cambio más profundo no será el de un cargo. Será el del lenguaje. Del discurso. De pasar del “no se puede” al “¿y si sí?”. Porque cuando el lenguaje cambia, cambia la mente. Y cuando la mente cambia, el mundo se transforma.
La filosofía existencial lo sabía bien: no estamos definidos por lo que nos ocurre, sino por cómo respondemos a lo que nos ocurre. En palabras de Viktor Frankl, “al ser humano se le puede arrebatar todo, excepto su última libertad: la de elegir su actitud ante cualquier circunstancia”.
¿Y qué actitud queremos hoy?
Una que no niegue el dolor, pero tampoco lo adore. Una que entienda que la rabia es una forma de amor maltratado. Que el humor es una trinchera. Que la resiliencia es el arte de no volverse cínico.
Decía Camus que en medio del invierno descubrió que había dentro de él un verano invencible. Ese verano ya existe en Venezuela. Vive en cada madre que cocina sin saber qué pondrá mañana. En cada joven que sueña aunque le digan que es tarde. En cada anciano que sigue creyendo en Dios, no por ingenuo, sino por sabio.
El sistema espera que dejemos de creer. Porque cuando uno cree, crea. Y cuando miles creen juntos, hacen historia.
Y aquí es donde entra la elección: ¿Seremos moscas o abejas?
Las moscas tienen un radar para lo podrido. No importa si las pones en un jardín: irán directo al excremento. Su existencia amplifica la decadencia, porque su biología las obliga a creer que el mundo es sólo eso.
Las abejas, en cambio, poseen brújulas de luz. Aún en el basurero más fétido, detectarán la única flor intacta. No son ingenuas: son ingenieras de milagros. Cada zumbido suyo es un acto de fe biológica: al llevar polen de flor en flor, resucitan la primavera donde otros sólo ven invierno.
Venezuela hoy es un campo de batalla entre estos dos instintos ,los que ven sólo caos (y lo alimentan), y los que buscan néctar en medio del veneno, terminan fertilizando el futuro. Las abejas no niegan la basura: la transcienden.
Hoy Venezuela necesita menos moscas y más abejas. Necesita gente que, incluso en medio del desastre, busque el néctar. Que hable con belleza donde hay grosería, que ame donde hay rabia, que actúe donde otros esperan. No se trata de negar la realidad, sino de transformarla.
El lenguaje y el pensamiento positivo es el interruptor de la química cerebral. red de modo positivo», un circuito neuronal que potencia la atención y la persistencia.
Una frase puede ser el abono que hace florecer la solución… o la losa que entierra la posibilidad. Como decía el psicólogo William James: «El arma más poderosa contra el estrés es nuestra habilidad para elegir un pensamiento sobre otro».
// Así como las abejas eligen el néctar ignorando el lodo, nuestra mente puede entrenarse para extraer potencial donde otros solo ven obstáculos. //
Así que este no es un llamado a la ingenuidad. Es un grito a la consciencia. La libertad no vendrá como un decreto. Vendrá como un temblor en la conciencia colectiva. Como una sinfonía silenciosa que empieza en la mirada, pasa a la palabra y termina en la calle.
No hay revolución más poderosa que la de un alma que deja de pedir permiso.
No porque sea fácil. Sino porque ya sabemos lo que ocurre cuando no lo intentamos. Y porque esta vez, lo imposible no solo es necesario: es inevitable.
Vamos por más.
@jgerbasi