Jesús Manuel Martínez Medina, un muchacho inquieto del Oriente del país defensor de la democracia, murió cercado entre la incomodidad y la indiferencia. ¿Cómo no pensar que su final, absurdo y grotesco, podría haber salido de la pluma de Ionesco, experto en transformar lo cotidiano en un carnaval surrealista de lo absurdo?. En cualquier caso, este desenlace parece el producto de un escritor obsesionado con mostrar que, a veces, la realidad supera cualquier ficción por más delirante que sea. Es decir, aquí tenemos a un hombre con diabetes, problemas cardíacos y abscesos en la piel, atrapado en un sistema que, en vez de curar, parece especializado en fabricar mártires burocráticos. ¿La gran ironía? Según el Fiscal General, se le dio “la debida atención médica”. Qué consuelo tan generoso para un cadáver.
Martínez Medina no murió en un campo de batalla, ni defendiendo una causa gloriosa. No. Murió después de ser testigo de mesa en unas elecciones presidenciales. En un país donde ser testigo de mesa parece más arriesgado que desactivar una bomba, Jesús tuvo la mala suerte de hacer su trabajo cívico en el momento equivocado, bajo la vigilancia del gobierno equivocado. Y como buen personaje de un relato de Vonnegut, terminó donde nadie quiere estar: en el limbo entre la burocracia y el olvido, en un hospital que más que salvar vidas parece un depósito de cuerpos en espera.
¿Qué nos queda, entonces? Un silencio pesado, como el que Kurt Vonnegut describe al hablar de los muertos: “ya no van a decir ni a querer nada”. Quizás Jesús tuvo suerte después de todo. Escapó del absurdo de este sistema que mata con balas, pero también con negligencia cronometrada. Porque si algo tiene este país, además de su humor negro, es un talento excepcional para hacer del dolor humano un trámite más.
José Luis Farías