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La obsesión identitaria, contraria a la participación de la diáspora, por Tomás Páez

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La obsesión identitaria y los nacionalismos son hostiles a las diásporas. El presidente de Túnez, Kais Saied, arenga contra los migrantes de origen subsahariano, los responsabiliza de los males presentes y por venir y los hace partícipes de una conspiración cuyo propósito es transformar la composición demográfica de ese país. Desafortunadamente, líderes de otros países se hacen eco de esta mirada al decir lo mismo de migrantes de otro origen.

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Esa perspectiva puritana, excluyente, la encontramos también en los gobernantes de los países de origen del éxodo. Gusanos, los llamaba el plusmarquista en dictadura, y de ello se hacía eco su red de secuaces en el planeta. Otros, más retrógrados, recurren al rancio mecanismo de desterrar a sus ciudadanos. El escritor nicaragüense, Sergio Ramírez, premio Cervantes, en su reciente artículo “Círculos concéntricos”, agradece a los países que han ofrecido la nacionalidad a los desterrados, a los “desnicaranguanizados” y nos dice, “somos de un lugar, de una patria, pero somos a la vez de todas, y tenemos muchas”.

El hermoso artículo de Sergio Ramírez me condujo a otro, escrito por Miguel Bouza, estudioso de la migración gallega, en el cual nos advierte que ésta convirtió a Galicia en el lugar más cosmopolita de España. Igual que los niños y jóvenes gallegos, los de Venezuela saben que tienen familiares en París, Berlín, Madrid, México DF, Bogotá, Lima, Santiago o Santa Cruz. Esto hace muy limitada, angosta e inútil, por estar al margen de la realidad, la obsesión nacionalista y patriotera con la que se mira a los migrantes.

La ofuscación localista propicia el odio y la persecución al otro, al diferente, racial e ideológicamente y ese chauvinismo no sucumbe con la crispación, más bien, es el hábitat que mejor le calza. Alienta la desconfianza con la cual pretende envolver a todo el tejido social. Progresivamente, los resquicios de confianza se reducen y concentran en el ámbito de la familia y en unas pocas amistades, espacio cada vez más minúsculo que ha sido horadado y sucumbido al patrioterismo. Lo confirman las encuestas en Venezuela, según las cuales un elevado porcentaje expresa la imposibilidad de confiar en la mayoría de las personas.

La desconfianza, social y política, es enemiga de la cooperación y gemela del “sálvese quien pueda”, propio de los modelos autoritarios y dictatoriales, y por tanto es antagónica de los procesos de transición democrática. Con la desconfianza crece la incredulidad ante las promesas, los ciudadanos están fatigados de oír propuestas irrealizables e inviables. Aumenta el desencanto hacia los actores en la arena política, por el modo oportunista de desempeñarse. Todo ello conspira contra la cohesión social, dificultando la cooperación, la colaboración y minimizando las posibilidades de trabajar juntos en el desarrollo de proyectos de cambio.

Quienes integran la diáspora, aproximadamente 8 millones de ciudadanos, mantienen lazos con sus familiares y amigos más cercanos, aquellos en quienes confían. Las organizaciones creadas por la diáspora y aquellas constituidas para relacionarse con éstas, establecen vínculos y adelantan iniciativas y proyectos al ritmo que permiten las relaciones de confianza. Pese a esos extraordinarios lazos y los instaurados por las asociaciones de la diáspora con sus connacionales y contrapartes alrededor del mundo, todavía hay quienes se empeñan en escindir y aislar a los venezolanos en estancos y categorías irreconciliables: los de dentro y los de fuera. Se empecinan en prescindir y evitar a todo trance su participación en distintos procesos, incluido el electoral.

Esa “narrativa” discriminatoria no ha dejado de hacer mella y solo conduce al desaprovechamiento de las habilidades, competencias, nuevas redes internacionales y conocimientos de millones de ciudadanos. El discurso cobra vida entre quienes, de forma directa o indirecta, colocan “palos en la rueda” a la participación de la diáspora en los procesos electorales. Tampoco aquí caben “las buenas intenciones” pues, como reza el dicho, “el camino al infierno está empedrado con buenas intenciones.”

La narrativa tiene efectos reales, como la violación del “Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos” suscrito por Venezuela a fines de la década de los 70. En su artículo 25 consagra el derecho a “votar y ser elegido en elecciones periódicas, auténticas, realizadas por sufragio universal e igual y por voto secreto que garantice la libre expresión de la voluntad de los electores”. Como se colige del contenido del artículo, la violación es múltiple. 

La vulneración es, además, integral, afecta a los factores de los que depende el ejercicio del voto, institucionales, sociales, económicos, políticos. Se quebranta el derecho de identidad, clave para el ejercicio de otros derechos. Lo advierten con contundencia los informes elaborados por la Comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. En ellos se advierte que “Las personas venezolanas tropiezan con obstáculos para obtener o legalizar documentación, lo cual vulnera su derecho a salir del propio país y su derecho a tener una identidad. Continúa el informe: “Estos obstáculos también tienen un impacto negativo en el derecho a adquirir una nacionalidad y en el derecho a vivir en familia e impide la reunificación familiar, la entrada y la residencia regulares, así como la habilidad para acceder a educación, servicios de salud y a un trabajo decente” y a ejercer el voto, agregamos nosotros.

A esa limitante se añaden las asociadas al registro de los ciudadanos para poder ejercer su derecho al voto. La institución responsable del registro debería ser la primera interesada en mantener información permanentemente actualizada de sus ciudadanos. Los datos del informe de la observación europea indican que el organismo responsable incumple esta función medular: debido al vacío del registro solo pueden ejercer el derecho a elegir 107.000 personas de la diáspora, un raquítico porcentaje de los más de 5 millones de venezolanos en condiciones de hacerlo.

La ausencia del registro en la nueva geografía aumenta la desconfianza hacia el CNE y multiplica los costos y esfuerzos de los ciudadanos para informarse y poder participar en los diferentes procesos electorales. Del registro están excluido los “apátridas” creados por el gobierno, quienes sencillamente carecen del documento de identidad, el cierre oficioso del registro impide inscribirse a los jóvenes en edad de votar y con documentos de identidad y a quienes, con más de una elección a cuestas, se les niega cambiar la dirección de residencia. Toda esta situación estimula la desconfianza y enturbia los datos del número de inscritos, los porcentajes de participación y abstención.

Esa violación consciente de los derechos de identidad, registro y voto, se vale de argumentos como los siguientes: no hay recursos (están en el bolsillo de unos pocos, hay que recordarlo), carecemos de infraestructura, es cuesta arriba establecer tantos centros de votación y destinar tal número de máquinas. Al gobierno solo le faltaría decir que si fuera por ellos ya el registro estaría funcionando, pero lo siente mucho, el problema se soluciona cuando se acaben las sanciones. A ellos se suman Juicios utilizados por algunos opositores, como “no es posible botar a quienes ejercen hoy el poder, a través del voto”. 

En el debate sobre la participación y exclusión de la diáspora intervienen otras razones: incomprensión y motivaciones políticas angostas. Las del gobierno son diáfanas, las airean sin rubor. Algunos de las facciones del gobierno padecen ceguera ideológica y perciben la realidad en estancos: los de adentro y los de afuera, criterio que los incapacita para comprender la circulación del capital humano, la comunicación diaria, los lazos y nexos de los venezolanos en varios países y regiones a un mismo tiempo: hermanos en Melbourne, primos en Lima, Cali, Florida y Madrid, sobrinos en Alemania, nietos en Chile. 

Además, tal perspectiva les impide enterarse de lo dicho por el sociólogo francés Sayad (1975), quien afirma que los migrantes no pueden considerarse como individuos desarraigados, que han cortado todo vínculo con la sociedad de origen. Otros autores, como Ostergaard-Nielsen, sostienen que las actividades políticas transnacionales permiten a los emigrantes darse cuenta de su capacidad de movilización, la cual puede sucesivamente ser utilizada en el ámbito político del país de residencia.

Los hallazgos de los estudios realizados con el fin de entender el grado de participación política y el ejercicio del voto de la diáspora, subrayan la importancia de las variables socioeconómicas, demográficas y la modalidad del voto que se utiliza, manual o electrónico, y el papel de Internet. Valiéndose de esta herramienta se han realizado miles de encuentros para debatir los temas políticos y se desarrollan diálogos familiares, entre amigos y frente a determinadas audiencias, en los que el tema central es la política. Lo vivimos de cerca en las pasadas elecciones regionales y locales, cuando a través del diálogo se intentaba convencer para la escogencia de un candidato en particular.

Entre las conclusiones de los citados estudios está la imposibilidad de escindir a los ciudadanos en ese esquema simplón, pues el capital humano circula, igual que la información, las opiniones políticas, las inversiones y las remesas. Las investigaciones, así como las experiencias electorales concretas, muestran las distintas posibilidades de participación electoral de la diáspora a través de Internet, aunque cuando el propósito es comunicarse hasta las señales de humo sirven o de medios convencionales como el correo, utilizado recientemente en las elecciones en Colombia.

Además de las facilidades que ofrecen las tecnologías, la importancia de participación de la diáspora radica en la posibilidad de intervenir en la definición de las políticas para la reconstrucción de Venezuela y, en este terreno, quienes se presentan como representantes de la sociedad civil, de los gremios empresariales y de los partidos políticos, tienen una extraordinaria oportunidad. Les corresponde impedir o denunciar las violaciones y vulneración de los derechos humanos, evitar sumar tensiones y nuevas frustraciones a las ya acumuladas. 

Como en otros ámbitos, es importante librarse de generalizaciones atrevidas, un seguro a la nada. En el ejercicio del derecho al voto, nos dice la experiencia internacional, intervienen muchos factores: sexo, género, perfil educativo y profesional, confianza, acceso a la información, grado de colaboración y participación, las características demográficas, lugar de residencia y la institucionalidad de la localidad. Parte de esa información la poseen las organizaciones diaspóricas, dotadas de prestigio, confianza y credibilidad, lo cual allana el camino para discernir el grado de información, conocimiento y disposición a movilizarse en la defensa de sus derechos de los ciudadanos venezolanos.  

Ha crecido en los últimos años el número de países, de origen y acogida, que han aprobado leyes para permitir el voto de las diásporas y con ese propósito han creado medios idóneos. Como apunta Popper, las sociedades cerradas se erigen sobre el pensamiento único, el mito de la raza, nación o clase social superior. La sociedad abierta se dota de instituciones para librarse y defenderse de los errores humanos y, agrega North D., con el fin de enfrentar la ignorancia, la desconfianza, el desconocimiento y la incertidumbre. En Venezuela crece la presión y las exigencias internas e internacionales para realizar elecciones transparentes. La diáspora es parte de este esfuerzo. Lo hace sin aspavientos y estridencias, con propuestas factibles y realizables, evitando sumar un nuevo desvarío a la ristra de errores. Como nos advierte Albert Camus, “la tiranía totalitaria no se edifica sobre las virtudes de los totalitarios sino sobre las faltas de los demócratas”.

@tomaspaez @vozdeladiasporaven

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