A casi 20 años de la llegada del primer iPhone, no toda la humanidad está lista para la digitalización total. Hablamos con un administrador jubilado, una periodista y un filósofo sobre los aspectos personales y políticos de vivir una vida sin teléfono inteligente.
A mediados de la década de 1990, cuando los teléfonos móviles con aspecto de bloque se apoderaban del mundo, Beat Hasler optó por vivir sin un teléfono inteligente.
Hasler, quien entonces tenía 40 años, era director de la categoría juvenil del club de fútbol de Langenthal, en el cantón de Berna. «Era un proyecto grande, 300 menores», dice. «Las madres y los padres querían ponerse en contacto conmigo todo el tiempo para alguna cosa. Sabía que si me hacía con un móvil, no le vería el fin a esta historia. Así que no lo obtuve”.
Mientras los Nokia 3210 se convertían en iPhones a lo largo de tres décadas, Hasler siempre resistió. Ni su trabajo en banca y administración, ni sus amistades ni su familia consiguieron apartarle de la recompensa que le prodigaba esa resistencia: la autodeterminación y sentirse libre de la «absurda exigencia de estar siempre disponible».
En 2025, Hasler aún pertenece a una rara especie: las personas que prefieren vivir lo más desconectadas posible, o que al menos no quieren llevar el mundo en línea también en el bolsillo. Son personas que prefieren, como él, sostener conversaciones cara a cara en vez de códigos QR y aplicaciones.
Estrés en el trabajo, «tonterías» en Internet
La posición de Hasler no es abiertamente política. En medio de los debates sobre el derecho a permanecer desconectado en Suiza, por ejemplo, «no consideraría necesariamente que la vida analógica deba protegerse como tal, esto me parece un poco utópico».
A nivel personal, afirma no haber tenido muchos problemas en los últimos 30 años. Solo existe una excepción: para evitar la banca electrónica, se está mudando a una sucursal regional más pequeña con servicio de atención personal a la clientela. Pero en el resto de las cosas, en general, «siempre me las he arreglado bien».
Hasler tiene 70 años en el presente y está jubilado, pero le preocupa cómo afectan a la sociedad algunos aspectos de la digitalización. Por ejemplo, cómo crece el estrés laboral. Con los correos electrónicos al alcance de un clic, existe la presión de ser permanentemente productivo.
Hasler también reflexiona sobre la cantidad de tiempo que la gente pasa en las redes sociales. «Hay una enorme cantidad de tonterías»», dice. «Y el autocontrol ha caído en picado. Antes de WhatsApp o las redes sociales, tenías que insultar directamente a alguien o darle tu opinión. Pero cuando simplemente puedes escribirla, las inhibiciones desaparecen». Para informarse en materia de noticias y actualidad, Hasler prefiere la lectura de dos diarios en concreto.
Sin embargo, la población joven acostumbrada a escrolear constantemente -Hasler cuida con regularidad de sus tres nietos-, corre el riesgo de ser absorbida por un «mundo paralelo», opina.
Le preocupa que, aunque mucho de lo que se escribe en Internet «no es realidad» -desinformación, fantasía, deepfakes (audios o videos que utilizan inteligencia artificial para generar a la audiencia una experiencia humana realista, pero que son falsos o están manipulados, nota de la editora)-, puede ser información que termine siendo normalizada por la gente después de cierta exposición a ella. Por eso es partidario de establecer reglas que protejan a las personas menores de edad. «Por ejemplo, prohibir los teléfonos inteligentes en las escuelas, o establecer un límite mínimo de 16 años de edad para tener uno».
No sólo la población tecnófoba se libra del teléfono inteligente
Hasler no es el único que piensa así: el 82% de la población suiza está a favor de prohibir los teléfonos inteligentes en las escuelas, según una encuesta realizada el año pasado. Desde entonces, el Gobierno suizo se ha mostrado abierto a la posibilidad de prohibir las redes sociales a las personas menores de 16 años; Australia tomó esta medida el año pasado.
En general, aunque Hasler considera que sus opiniones son marginales en una sociedad obsesionada por la tecnología, tal vez no lo sean tanto como él cree.
Especialmente en lo que se refiere a la niñez, cada vez se debate más a nivel global sobre la forma en la que los teléfonos inteligentes pueden afectar a la salud mental. El libro de Jonathan Haidt The Anxious Generation (La generación ansiosa) fue un superventas estadounidense en 2024, a pesar de que fue criticado por la metodología que utilizó. La Organización Mundial de la Salud (OMS) también está preocupadaEnlace externo por este tema.
No sólo afecta la niñez. El papel de las redes sociales y la inteligencia artificial (IA) en el fomento de la desinformación y el populismo es una preocupación común en las democracias. Reducir el tiempo de pantalla está bienEnlace externo. Incluso la etiqueta «luddite» (enemigo del progreso), que debe su nombre a un movimiento que destruía la maquinaria de las fábricas textiles durante la industrialización, está siendo recuperada por personas que quieren frenar el avance arrasador que tiene la tecnología digital, especialmente en el caso de la IA, que está destruyendo plazas laborales.
Por cierto, durante el tiempo que tomó la preparación de este artículo, Hasler pasó de la «abstinencia a la abstinencia parcial», ya que sus hijos le hicieron un regalo inesperado: un sencillo Nokia solo para usarlo en caso de emergencias familiares.
Pero Hasler se mantiene como un caso atípico. En 2025, lo extraño no es no tener un teléfono, sino carecer de un teléfono inteligente.
Una afirmación que también es válida para la generación de Hasler: una encuesta realizada en 2020 por el grupo Pro Senectute reveló que el 69% de las personas mayores de 65 años en Suiza tenía un teléfono inteligente. Y cuando fueron analizados todos los grupos de edad, el uso digital móvil fue básicamente omnipresente.
Conectar con el mundo natural
Sin embargo, a medida que aumenta el número de personas que intentan escaparse a la influencia de estar siempre conectadas a Internet, las ventas de «teléfonos tontos» de la vieja escuela -como el que ahora posee Hasler- han experimentado un auge, según informó el año pasado la radiotelevisión pública suiza RTS.
Bettina Dyttrich, periodista del semanario suizo de izquierdas Wochenzeitung, es una de estas personas.
Dyttrich, de 45 años, dice que nunca le gustó hablar por teléfono, ni siquiera de niña. Más tarde se dio cuenta de que para ella era importante no estar permanentemente localizable. Finalmente, hace unos años, aceptó hacer una «concesión» con sus amistades: tiene un teléfono simple sin conexión.
Pero tener un teléfono inteligente es algo impensable para ella. En opinión de Dyttrich, la llegada de los dispositivos digitales portátiles marcó una gran línea divisoria en el mundo actual, incluso más poderosa que la llegada de Internet, y es un rumbo que no le interesa seguir.
«Para mí, Internet implica ir a casa o a la oficina, sentarme y encender el ordenador», dice. «Puedo vivir con eso. Pero no puedo vivir con el hecho de que esté en el autobús, en el dormitorio, en todas partes».
Siendo una persona de naturaleza «nerviosa», la afluencia constante de información puede resultarle abrumadora, afirma Dyttrich. Así que para sentirse equilibrada y hacer su trabajo -escribir artículos de fondo, generalmente sobre temas ecológicos- necesita poder concentrarse y estar en contacto con la naturaleza.
«Yo necesito agua, árboles, montañas, animales, gente. No entiendo cómo otras personas se conforman con una imagen en línea de estas cosas. Necesito sentir que estoy físicamente aquí, que este río que tengo al lado nace allí. Es importante cómo interactuamos con el espacio y el lugar, y cómo nos influyen», añade.
Y al igual que Hasler, cuyas percepciones privadas nutren sus opiniones sobre tecnología y sociedad, la experiencia de Dyttrich tampoco es solo de carácter personal.
Para empezar, le preocupan las consecuencias de que la gente pierda contacto con el mundo natural. La biodiversidad disminuye, pero al mismo tiempo hay mucha gente que ni siquiera es consciente de la existencia de algunas especies. «No echas de menos al pájaro que no sabías que existía», dice.
En el mundo digital, que luce aparentemente infinito, también es fácil olvidarse de los límites naturales. Hay un sistema económico que fomenta cada vez más el consumo, incluso en línea, y la periodista teme que la gente se olvide cada vez más esos límites.
¿Hace falta un amplio debate?
Por ello, aunque es consciente de que su decisión personal de no tener un teléfono inteligente no cambia el mundo, Dyttrich afirma que su motivación es clara: «es política».
Pero echa de menos un debate social más amplio. Los debates en las escuelas son necesarios, pero coincide con Hasler en que debe haber «momentos analógicos» claramente definidos en las aulas.
Considera, no obstante, que generalmente a la gente le da temor hablar sobre el tema porque le preocupa alterar los hábitos de consumo, parecer reaccionaria o enfrentarse a su adicción digital. «Sé que tengo suerte de no ser susceptible ante esto», dice Dyttrich. «Pero frecuentemente oigo a gente decir que sufre por pasar demasiado tiempo frente a la pantalla. Al mismo tiempo, existe la sensación de que no está permitido estar desconectado».